miércoles, 24 de septiembre de 2008

Manantial

            Yo no era más que un viajero sediento y solitario. Cruzando senderos, tragándome montañas enteras. Iba en una búsqueda interminable sin ningún propósito. De mis interminables correrías, solo me quedan cientos de historias inconclusas, vidas enteras que he sobrellevado de manera estoica. En pocos años de vida acumule vivencias suficientes para llenar libros con mi tinta, y sin embargo, la nostalgia no me permite escribirlos. Si hoy me atrevo, es simplemente, porque mi ciclo se ha terminado.

Ya no recuerdo cuándo, en una de mis montañas favoritas, la misma que había recorrido mil veces, esta vez fue diferente. Cansado de vagar por los caminos del tiempo, desfalleciendo casi. Con una sed infinita y mis labios agrietados. Cientos de ramas me golpeaban simultáneamente pero seguía adelante. No sabía cómo, pero me había extraviado. Perdí mi rumbo y estaba totalmente desorientado. La silueta de la montaña me indicaba que iba en descenso, hacia una de sus gargantas donde con seguridad había agua. O quizás no, sabia que estaba lo suficientemente cerca de la cima como para no encontrarla. Salí de la enramada esperando hallar algo, y con el último impulso levante la vista maravillado.

De inmediato comprendí que había encontrado mi tesoro. Ese que todos buscamos toda la vida y muy pocos logran alcanzar. Su visión me hizo enternecer. Por un instante enmudecí, nada me había preparado para entender. Frente a mi, una pequeña caída de agua, un pozo de manantial, de agua supremamente pura y cristalina. No era imponente, sin embargo, ahí estaba. Su delicadeza contrastaba con la enorme fuerza que había moldeado las rocas algunos metros más abajo. Aquel era un paisaje que bajo la luz crepuscular se hacia cada instante más hermoso. Me lancé apresuradamente, con esa energía renovada que sentimos los seres humanos cuando nos damos cuenta que tenemos oportunidad de sobrevivir.

Al llegar a la orilla, arrodillado y desesperado ante la sed que me abrasaba la garganta, me detuve. Viéndome reflejado en aquel milagro de la naturaleza, sentí miedo. Ese miedo que todos los humanos sentimos ante la pureza. Esa duda, me contuvo de lanzarme apresuradamente en aquella agua que brillaba como por luz propia y cuya belleza inspiraba. Era tanta su pureza que me sentía indigno de ella. Sabía que al tocarla podría ensuciarla, que mi larga travesía, podría contaminarla, pero no tenía salida. Tenia pocas opciones, dejarme morir al lado de aquella belleza o disfrutarla como quien esta al borde de la muerte.

Me deje llevar por mis instintos humanos y bebí, primero con respeto, luego con desesperación. Disfrute cada trago como si fuera el último. Deje que aquella fuente de vida acariciara mis labios, luego mi cuerpo y termine bañándome en aquellas aguas transparentes. El sonido del agua corriendo me transporto a otro universo. Ya no existía nada más y me adormecí, me deje llevar. Estaba embriagado de placer. Aunque fría sentía que me cobijaba y me arrullaba. Luego reaccione, había perdido la noción del tiempo y ya casi había obscurecido. Decidí dormir ahí mismo, y en su orilla me cobije.

De eso hace varios meses. He guardado para mi ese regalo de la naturaleza y no me ha sido dado compartirlo. Yo no sé si fui el primero en descubrirlo y eso carece de importancia. Solo sé que por mí algunos saben de su existencia. Sin embargo, también sé, que nunca compartiré sus aguas cristalinas. Esa pureza que siempre guarda y que renueva mi alma.

 

Reinaldo Durán R.

Caracas, 23/12/2006

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